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© Valentina Zhuravliova, “Technika-molodezhi”, 1959, # 1
Traducido del Ruso por Aurora Kantorovskaia, 1961.
LA PIEDRA SIDERAL

Hace cinco siglos que en las inmediaciones de Ensisheim, ciudad del Alto Rin, cayó un meteorito. Le encadenaron al muro de una iglesia para que aquel don de los cielos no pudiera ser recobrado por ellos, y un diestro artífice grabó en él la siguiente leyenda: "Muchos saben mucho acerca de esta piedra; cada cual sabe algo, pero nadie lo bastante".

De esas remotas palabras me acuerdo sin querer cuando pienso en la historia del meteorito del Pamir. Sí, yo sé mucho acerca de él, quizá más que nadie. Muchísimo, aunque estoy muy lejos de saberlo todo. Pero, de lo principal, de lo más importante, me acuerdo muy bien, tan bien como si hubiera sucedido ayer.

Recuerdo cómo hace medio año apareció en los periódicos la primera noticia de la caída de un gran meteorito en la región del Pamir. La noticia era escueta - unas breves líneas -, pero me interesó en el acto.

Podría preguntarse: ¿qué interés puede tener para un bioquímico el suceso del meteorito? Sin embargo, a los bioquímicos nos preocupan cuantas noticias se refieran a ellos, pues en esos trozos de "piedras siderales" buscamos la solución del gran enigma: el surgimiento de la vida en la Tierra. Dicho de un modo menos enfático, pero más exacto: estudiamos los hidrocarburos que los meteoritos contienen.

Los periódicos publicaron una segunda noticia sobre el meteorito del Pamir. Una expedición lo había encontrado a cuatro mil metros de altura y sacado de allí en helicóptero. El meteorito, según se decía en el telegrama, era un pedrusco de casi tres metros de largo y más de cuatro toneladas de peso.

Pensé que a la mañana siguiente debía telefonear a Níkonov. Pero -¡hay coincidencias!- en aquel mismo instante sonó el timbre del aparato. Tomé el auricular, y era Níkonov.

Debo decir que Evgueni Fiódorovich Níkonov se caracterizaba desde los tiempos de escolar por su sangre fría y dominio de sí mismo. Jamás le había visto nervioso ni exaltado, y eso que le conocía ya casi medio siglo. Mas aquella vez, ya por sus primeras palabras -entrecortadas y confusas- y por su voz -apagada y febril- comprendí que había ocurrido algo extraordinario.

Con toda urgencia y sin perder un minuto debía yo presentarme en el Instituto de Astrofísica: eso era, en resumen, lo que me dijo.

Pedí el coche.

Ibamos lanzados por las calles desiertas.

Lloviznaba. Las multicolores luces de los anuncios y de los letreros espejeaban en el asfalto mojado. Me puse a pensar en las gentes que velaban a horas tan avanzadas. En los que por la lente del microscopio, o tras el frágil cristal de las probetas y en las hojas de papel, llenas de largas hileras de fórmulas, buscaban lo Nuevo. Pensaba en la suerte asombrosa de los descubrimientos, que, todavía ignorados de todos hoy, mañana irrumpirán imperiosamente en la vida, modificándola y rehaciéndola.

Las ventanas del Instituto de Astrofísica, un edificio muy alto, estaban iluminadas. Sin saber aún de qué se trataba, pensé que aquello debería estar relacionado con el meteorito del Pamir. Aunque, por otra parte, ¿qué podría haber de particular, de extraordinario, en eso?

El Instituto zumbaba como una colmena alarmada. Por los pasillos iban y venían empleados con el gesto preocupado y dando muestras de agitación; por las puertas sin cerrar de los diversos locales salían rumores de animada conversación.

Níkonov me recibió en el umbral de su despacho. Debo confesar que hasta aquel instante no había concedido particular importancia a lo que ocurría. Los científicos, al fin y al cabo, somos propensos a exagerar nuestros éxitos y nuestros fracasos. A mí mismo, cuando después de largas pruebas lograba alguna reacción, me entraban ganas de levantar a todo Moscú.

Pero Níkonov... Sólo quien conociera su presencia de ánimo podría darse cuenta de lo alterado que estaba.

Evgueni Fiódorovich no contestó a mi saludo; lo único que hizo fue estrecharme fuertemente la mano. Y con ese apretón de manos, rápido y nervioso, me transmitió su agitación.

- ¿El meteorito del Pamir? - le pregunté, imaginándome ya la respuesta.

- Sí - me respondió.

Evgueni Fiódorovich sacó un paquete de fotos y las extendió, en forma de abanico, delante de mí. Eran fotografías del meteorito. Me puse a examinarlas esperando ver... No, no, yo no sabía, claro está, lo que iba a ver. Pero estaba seguro de que sería algo excepcional.

Para asombro mío, el meteorito tenía el mismo aspecto que muchos otros vistos por mí en fotografías y al natural. Un pedrusco husiforme, poroso, con las aristas calcinadas...

Devolví las fotografías a Níkonov. Este movió la cabeza y dijo con voz sorda, un tanto extraña:

- Esto no es un meteorito. Bajo la envoltura de piedra hay un cilindro metálico. Y en él, un ser vivo.

Cuando ahora evoco los acontecimientos de aquella noche, me parece raro que estuviera tanto tiempo sin poder comprender a Níkonov. Y sin embargo, todo era bastante sencillo. Aunque por otra parte, esa misma sencillez creaba precisamente la sensación de irrealidad, de inverosimilitud, que me impidió comprender de pronto a Evgueni Fiódorovich.

El meteorito era una nave cósmica. La envoltura de piedra tenía poco espesor -unos siete centímetros- y cubría un cilindro hecho con un metal denso y oscuro. Evgueni Fiódorovich suponía (y después se confirmó) que la envoltura pétrea estaba destinada a proteger el aparato contra los meteoritos y el recalentamiento peligroso. Lo que yo había tomado por porosidad de la piedra eran, en realidad, las huellas dejadas por los impactos de los meteoritos. A juzgar por su abundancia, el ingenio cósmico había estado largos años surcando el espacio.

- Si el cilindro fuera macizo - dijo Níkonov, repasando maquinalmente las fotografías del meteorito - pesaría no menos de veinte toneladas. Y su peso, sin la envoltura pétrea, excede en muy poco de las dos. Por tres lugares del cilindro salen cables finos. Los extremos han sido arrancados. Por lo visto, al caer el cilindro, se rompieron algunos instrumentos colocados en su exterior. Un galvanómetro conectado a los cables ha registrado impulsos eléctricos de poca intensidad...

- Pero, ¿por qué tiene usted la certeza de que hay un ser vivo en su interior? -objeté yo-. El cilindro puede contener aparatos automáticos.

- No, de ninguna manera - respondió rápidamente Níkonov-. Alguien da golpes.

Yo no comprendí.

- ¿Quién da golpes?

- El que está dentro del cilindro -replicó Níkonov con la voz alterada-. ¿Comprendes?, cuando alguien se acerca, empieza a golpear. Por lo tanto, de algún modo ve...

Sonó el teléfono. Níkonov descolgó el auricular y yo vi cómo una nube pasó por su cara.

- Han sondeado el cilindro con ondas ultrasonoras -me dijo mientras dejaba lentamente el auricular en su sitio-. Las paredes tienen menos de veinte milímetros de espesor. Dentro no hay metales...

Sólo entonces se me ocurrió la objeción más natural. El cilindro era muy pequeño; ¿cómo podrían alojarse en él seres vivos? Pues se había de tener en cuenta que no sólo necesitarían espacio, sino también alimentos, agua y ciertos aparatos para el mantenimiento de una temperatura constante y la regeneración del aire. ¿Acaso se podría instalar todo eso en un cilindro de menos de tres metros de largo por unos sesenta centímetros de diámetro?

Luego de escucharme, Níkonov replicó:

- Dentro de quince minutos iremos y lo veremos nosotros mismos. Estoy esperando a otros. Ahora están metiendo el cilindro en una cámara hermética.

- Bueno, ¿y de lo del ser vivo, en qué quedamos? -insistí yo-. Estarás de acuerdo en que eso es imposible. Allí no puede haber personas.

- ¿Personas?, ¿qué quieres decir? -inquirió Níkonov.

- Pues eso, seres racionales.

- ¿Con brazos y piernas? -sonrió por primera vez Evgueni Fiódorovich.

- Claro -le respondí.

- En el aparato no hay seres de ese tipo -Níkonov remarcó las últimas dos palabras-. Hay seres pensantes. Mas es difícil de precisar qué aspecto tienen.

Yo no podía aceptar esa hipótesis. Bastaba recordar cómo se imaginaban los europeos, con anterioridad a la época de los grandes descubrimientos geográficos, a los pobladores de los países ignotos. ¡Qué monstruos no pintaría entonces la imaginación de los geógrafos! Hombres con seis brazos, con cabeza de perro, enanos, gigantes... Y resultó que en Australia, en América y Nueva Zelanda la gente estaba conformada igual que en Europa. Las condiciones de vida comunes y las regularidades comunes en el desarrollo llevan a los mismos resultados.

- ¿Las regularidades comunes en el desarrollo? -repitió Níkonov-. Eso, en cierto modo, es justo. Mas, ¿de dónde has sacado las condiciones de vida comunes?

Le expliqué que la existencia y el desarrollo de las formas superiores de la albúmina es concebible sólo dentro de unos límites de temperatura, presión e irradiación muy estrechos, de lo cual se puede deducir que la evolución del mundo orgánico tiene lugar por vías muy semejantes.

- Querido amigo -me dijo Níkonov-, tú eres académico, un bioquímico insigne, la mayor autoridad en el dominio de la síntesis bioquímica -y me hizo una burlesca reverencia que me devolvió al Níkonov que yo conocía bien: siempre tranquilo y un tanto irónico-. En una palabra, con lo que dices de la síntesis de las albúminas estoy completamente de acuerdo. Mas quien sabe hacer perfectamente ladrillos, no siempre entiende de arquitectura. Tú no te enfades...

No me enfadé. La verdad, jamás se me había ocurrido pensar detenidamente en el resultado de la evolución del mundo orgánico en otros planetas. Esa, al fin y al cabo, no era mi especialidad.

- La idea que con el medievo se tenía de los hombres con cabeza de perro que vivían en los confines del mundo -siguió diciendo Níkonov- resultaron, en efecto, una sandez. Pero es que las condiciones de vida en la Tierra, de no ser el clima, son muy parecidas. Y cuando esas condiciones se alteran, varía el propio ser humano. En los Andes peruanos, a tres mil quinientos metros sobre el nivel del mar, vive una tribu de indios de baja estatura. Pesan cincuenta kilos por término medio, pero la capacidad de su tórax y el volumen de sus pulmones son un cincuenta por ciento mayores que los de los europeos. Como ves, el organismo se ha adaptado a las condiciones de la existencia en una atmósfera enrarecida, y lo ha hecho a costa de una considerable modificación del aspecto exterior. Ahora piensa en lo mucho que pueden diferir de las terrestres las condiciones de vida en otros planetas. Ante todo la fuerza de la gravedad, que, no sé por qué, se te ha olvidado. En Mercurio, por ejemplo, la fuerza de gravedad es la cuarta parte que en la Tierra. Si Mercurio estuviera poblado, dudoso es que sus habitantes hubieran necesitado el desarrollo de las extremidades inferiores. En cambio, en Júpiter la fuerza de gravedad es considerablemente mayor que en la Tierra. ¡Quién sabe si, en esas condiciones, la evolución de los vertebrados no hubiera llevado a la posición vertical del cuerpo!

Al llegar aquí, en los razonamientos de Evgueni Fiódorovich apareció una brecha por donde yo me apresuré a atacar.
- Querido amigo -le dije-, tú eres profesor, un astrofísico insigne, la mayor autoridad en el dominio del análisis espectral de las atmósferas siderales. En una palabra, con lo que dices de los planetas estoy completamente de acuerdo. Mas quien sabe hacer perfectamente ladrillos... Te has olvidado de que las manos deben estar libres: de lo contrario, es imposible el trabajo, que, en resumidas cuentas, es el que ha hecho al hombre. Y si el tronco mantiene la horizontal, las cuatro extremidades harán falta como puntos de apoyo.

- Sí. Mas ¿por qué ha de ser cuatro un límite?

- ¿Hombres con seis brazos?

- En los planetas donde la fuerza de gravedad sea muy grande, lo más probable es que el desarrollo de los vertebrados siga precisamente ese camino. Pero además de la fuerza de gravedad, hay otros factores. Inmensa importancia tiene, por ejemplo, el estado de la superficie del planeta. Si la Tierra hubiera estado siempre cubierta por el océano, la evolución del mundo animal hubiera seguido una dirección muy distinta.

- ¿Ondinas? -le insinué con malicia.

- Posiblemente -me replicó sin inmutarse.- Es muy posible que también surgieran ondinas. La vida en el océano se desenvuelve sin cesar, aunque bastante más despacio que en la tierra. Común para todos los seres racionales, dondequiera que vivan, deben ser un cerebro desarrollado, un complejo sistema nervioso y órganos de trabajo y locomoción adaptados a las condiciones del lugar. Juzgar de su aspecto sólo por estas consideraciones, como ves, no es nada fácil.

- Pero, de todos modos -insistí yo-, no está excluido que en los planetas que se asemejan a la Tierra vivan también seres racionales parecidos al hombre.

- No está excluído -convino Níkonov-. Pero es muy poco probable. Tú no has contado con otro factor de importancia: el tiempo. La imagen del hombre no es algo constante. Hace diez millones de años, nuestros antepasados tenían rabo y hocico. ¿Y qué aspecto tendrá el hombre dentro de otros diez millones de años? Es risible pensar que su imagen permanecerá invariable. Has hablado de planetas similares. No cabe duda de que los hay. Pero muy escasas son las probabilidades de que la evolución de los seres racionales en ellos, coincida con la nuestra también en el tiempo... En una palabra, amigo mío, razón tenía Shakespeare al decir por boca de Hamlet: "Hay muchas cosas en el mundo, Horacio, que nuestros sabios ni siquiera han visto en sueños..."

Me es difícil reconstruir fielmente en la memoria la conversación que mantuve con Evgueni Fiódorovich. Eramos interrumpidos sin cesar: sonaban los teléfonos, acudían empleados, Evgueni Fiódorovich consultaba a cada instante el reloj... Mas la propia conversación me parece ahora muy significativa. Nuestras suposiciones eran audaces, ¡pero cuánto más audaz resultó ser la realidad!

Ahora me parece todo muy simple. Si la nave procedía de otro sistema planetario, si había cruzado el Cosmos infinito, estaba claro que la Ciencia en el ignoto planeta había avanzado tanto, que a nosotros en la Tierra hasta nos era difícil de imaginárnoslo. Esta sola consideración debiera haber hecho que no nos apresuráramos a sacar conclusiones...

Cortó nuestro diálogo la llegada del académico Astájov, especialista en medicina astronáutica. Con gran estupor mío, apenas traspasado el umbral, preguntó:

- ¿El motor? ¿Qué motor tiene?

Estaba en el quicio de la puerta, haciendo con la mano bocina, que aplicaba al oído.

He de confesar que me reproché mentalmente: ¿por qué no se me había ocurrido preguntar por el motor? Eso hubiera proyectado en seguida luz sobre infinidad de cuestiones: el nivel de desarrollo de los seres llegados, la distancia que habían recorrido, el tiempo que habían permanecido en el Cosmos, el grado de aceleración soportado por su organismo...

- La nave no tiene motor -dijo Níkonov-. Bajo la envoltura de piedra hay un cilindro metálico absolutamente liso.

¿ - Cómo? -profirió Astájov, y quedóse pensativo un instante. Su cara denotaba un gran asombro-. Pero entonces... Eso quiere decir que su motor es de gravitación. Gobiernan con la fuerza de la gravedad.

- Así es, por lo visto -asintió Evgueni Fiódorovich-. Esa es también mi opinión.

- ¿Por qué? ¿Se puede, acaso, gobernar con la gravitación?

- En principio se puede, sin duda alguna -respondió Evgueni Fiódorovich-. No hay fuerza natural que el hombre no pueda, al fin y a la postre, comprender y subordinar. Todo es cuestión de tiempo. Pero hemos de confesar que, por ahora, sabemos poquísimo acerca de la gravitación. Conocemos la ley de Newton: dos cuerpos cualesquiera se atraen con fuerza directamente proporcional a sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia. Conocemos, aunque sólo sea teóricamente, que la gravitación se propaga con la velocidad de la luz. Y eso es todo, me parece. Pero las causas de la gravitación y la naturaleza de la misma son cosas que ignoramos.

Volvió a sonar el teléfono. Evgueni Fiódorovich tomó el auricular y dio una breve respuesta.

- Ya vamos... Nos esperan -añadió.

Salimos al pasillo.

- Algunos físicos suponen -dijo Níkonov- que en los cuerpos hay gravitones, partículas especiales de la gravedad. Yo no estoy persuadido, en general, de la certeza de tal hipótesis. Pero si fuera así, los gravitones habrán de ser menores que los núcleos atómicos en tantas veces como éstos son menores que los cuerpos corrientes. En espacios tan reducidos, la concentración de la energía debe ser muchísimo mayor que en el núcleo atómico.

Una escalera de caracol llevaba a los sótanos del Instituto. Bajamos por ella y avanzamos por un estrecho pasillo. Ante una maciza puerta metálica nos esperaba un grupo de colegas. Alguno de ellos conectó un motor, y la puerta empezó a abrirse lentamente.

Allí vi por primera vez la nave cósmica: un cilindro de metal oscuro y muy liso que yacía sobre dos soportes. La envoltura de piedra, muy cuarteada por la caída, había sido arrancada. Por un lado del cilindro, junto a la base, colgaban tres cables de poca sección.

Evgueni Fiódorovich, que se hallaba más cerca del cilindro que los demás, dio un paso hacia él, y en el mismo instante empezamos a sentir un golpeteo. Del cilindro salían ruidos confusos, sin parecido alguno con el sonido rítmico de las máquinas. Pensé que en la nave pudiera haber seres irracionales: pues nosotros también metemos monos, perros y conejos en nuestros cohetes experimentales.

Níkonov se retiró hacia la puerta, y el golpeteo cesó. Se hizo el silencio, oyéndose con claridad el jadeo de una respiración resfriada.

No sé lo que pensarían los demás, pero a mí ni siquiera me pasó por la cabeza la idea de que la ciencia entraba en una nueva era.

Y sólo después, cuando rememoré el cuadro, éste se me grabó indeleble en la memoria.

Imagínense un local de poca altura, inundado de luz eléctrica. En el centro, un cilindro oscuro, pulido a más no poder. Agolpadas junto a la puerta, personas muy agitadas, con el rostro petrificado por la tensión.

Pusimos manos a la obra. Los ingenieros debían determinar lo que contenía el cilindro. Astájov y yo, asegurar la protección biológica bilateral: de los seres vivos que contuviera el cilindro, contra las bacterias terrestres, y de las personas, contra las bacterias que pudiera contener la nave cósmica.

Me es difícil explicar cómo cumplieron su tarea los ingenieros. Carecía de tiempo para observar su trabajo. Sólo recuerdo que sondearon el cilindro con ultrasonido y radiación gamma. Astájov y yo nos dedicamos a organizar la defensa biológica. Después de larga discusión (con Astájov, un poco sordo, no era fácil ponerse de acuerdo) decidimos realizar todos los trabajos para la apertura del cilindro valiéndonos de las "manos mecánicas", un mecanismo de palancas dirigido a distancia. La cámara herméticamente cerrada en que estaba la nave sería sometida a la acción de una intensa corriente de rayos ultravioleta.

Trabajábamos con premura. Allí, a nuestro lado, se ahogaba un ser vivo y era nuestro deber auxiliarle.

Hicimos todo lo que podíamos hacer.

Las "manos mecánicas", provistas de un soplete de hidrógeno atómico, cortaron con sumo cuidado el metal abriendo el acceso a los aparatos e instrumentos de la nave cósmica. Por estrechas hendiduras encristaladas que había en la pared de hormigón observábamos la prodigiosa exactitud de los movimientos que realizaban las colosales "manos mecánicas". Lentamente, centímetro a centímetro, el fuego iba tajando el desconocido y tenaz metal. Después, una de las "manos mecánicas" apartó la base del cilindro, ya completamente separada.

En la nave cósmica no había seres vivos. Pero materia viva sí: en medio del cilindro había un gigantesco cerebro.

Digo "cerebro" porque ésa fue la sensación que me dio. En el primer instante parecióme la copia exacta -aunque muy aumentada- de un cerebro humano. Pero, al fijarme, no tardé en comprender mi error. Aquello no era sino una parte del cerebro, a la que como se averiguó después, le faltaban todos los centros sensoriales e instintivos. Más aún, de los muchos centros "mentales" del verdadero cerebro no había sino unos pocos, pero en cambio aumentados en decenas de veces.

Aquello era, en rigor, una máquina calculadora neutrónica, en la que los diodos y triodos electrónicos habían sido sustituidos por células vivas de materia cerebral, de materia cerebral sintética, que era lo más importante. Yo lo supuse al instante por una infinidad de pequeños indicios, y mis conjeturas se vieron confirmadas después.

La ciencia en el ignoto planeta había adelantado muchísimo a la terrena. Nosotros habíamos sintetizado con gran trabajo fragmentos de las moléculas proteínicas más simples, y en el ignorado planeta supieron sintetizar las formas superiores de la materia orgánica, cosa que, en resumidas cuentas, es una aspiración de la bioquímica terrestre. ¡Pero qué lejos estamos todavía de poderlo realizar!

Debo confesar que lo que vimos dentro de la nave cósmica fue una gran sorpresa para todos nosotros, con una sola excepción: Astájov no se asombró lo más mínimo. Y fue el primero en recobrar el don de la palabra.

¡Ah! -exclamó-. ¡Yo lo había pronosticado! Hagan el favor de recordar lo que escribí hace dos años... Las distancias intergaláxicas son insuperables para el hombre. Ese viaje no puede emprenderlo sino una nave con dirección automática. ¡Au-to-má-ti-ca! Pero, ¿cuál? ¿Máquinas electrónicas? ¡No y no! Es cosa complicada, casi irrealizable. ¡No! Aquí se requiere un sistema más perfecto: el cerebro... Hace dos años que escribí acerca de ello. Y algunos bioquímicos tuvieron a bien no estar de acuerdo. ¡Eso es: no estuvieron de acuerdo! Yo escribí: para los vuelos intergaláxicos se necesitan autómatas biológicos, capaces de regenerar las células...

Astájov tenía razón. Dos años antes había publicado, en efecto, un artículo en el que manifestaba tales ideas. A mí me parecieron demasiado fantásticas, lo confieso. Y sin embargo, resultó que tenía razón. Había atalayado el futuro, por encima de muchos siglos, y presagiado la síntesis de la sustancia cerebral, la forma superior de la materia.

Hay que reconocer que los especialistas muy "especializados" suelen ser malos augures del mañana. Se acostumbran demasiado a aquello en lo que trabajan hoy. Hay ahora automóviles, pues dentro de cien años los habrá también, sólo que más rápidos. Hay ahora aviones, pues dentro de cien años también los habrá, sólo que más veloces. La verdad es que no hace falta ser ningún genio para prever eso. Con frecuencia, los contornos de lo Nuevo se ven mejor al contemplarlos a cierta distancia.

A veces lo Nuevo parece ilusorio, irrealizable, imposible. ¡Pero se hace realidad! En sus tiempos, Enrique Hertz, el primer investigador de las ondas electromagnéticas, respondió negativamente cuando le preguntaron si sería posible la comunicación inalámbrica. Y al cabo de unos años, Alexandr Popov inventaba la radio.

No, yo no había creído en lo que escribiera Astájov. Para crear autómatas biológicos era necesario resolver problemas muy complicados: sintetizar las formas superiores de las albúminas, aprender a dirigir los procesos bioelectrónicos, hacer trabajar juntas a las materias viva e inánime. Todo eso me parecía fantástico. Pero lo Nuevo, aunque hubiera sido creado en otro planeta, estaba ahí confirmando la gran verdad de que no hay ni puede haber límites para el desarrollo de la ciencia, de que no hay ni puede haber barreras para los proyectos más audaces.

Nosotros desconocíamos la composición de la atmósfera dentro del cilindro. ¿Cómo se reflejaría en el cerebro sintético la transición a nuestra atmósfera terrestre?

La gente esperaba inmóvil junto a los aparatos, los compresores y las botellas de gases comprimidos. Todo estaba dispuesto para cambiar en un instante la composición del aire en la cámara. Pero en cuanto el cilindro fue abierto, los aparatos indicaron que la atmósfera dentro de la nave se componía de una quinta parte de oxígeno y cuatro quintas de helio, la presión era una décima vez mayor que la terrestre. El cerebro seguía palpitando, aunque un poco más de prisa.

Aullaron los compresores, elevando la presión en la cámara. La primera etapa de los trabajos había concluido con toda felicidad.

Subí al despacho de Evgueni Fiódorovich. Acerqué un sillón a la ventana y descorrí los cortinones. Tras los cristales, diluyendo las sombras del crepúsculo, se encendían las luces. Anochecía por vez segunda... desde que estaba allí, pero yo tenía la sensación de que sólo habían pasado unas horas.

De manera que en la atmósfera de la nave cósmica había un veinte por ciento de oxígeno, tanto como en la atmósfera terrestre. ¿Una casualidad? No. Precisamente con esa proporción se obtiene la máxima oxigenación de la hemoglobina de la sangre. Por lo tanto, el dispositivo de la nave cósmica debía tener un sistema de circulación sanguínea. Y al perecer una parte del cerebro y alterarse la circulación de la sangre, debería llegar fatalmente la muerte de todo él.

Esta idea me hizo bajar presuroso a la cámara de la nave cósmica.

Al recordar nuestros intentos de salvar el cerebro sintético, me vuelve a embargar un sentimiento de amargura e impotencia.

¿Qué se podía haber hecho?

Observábamos el cerebro de la nave cósmica.

Aquel cerebro, creado por hombres de otro planeta, sucumbía. Su parte inferior se había secado, ennegrecido, y solamente arriba quedaba aún materia viva, latente. Bastaba que alguien se acercase para que el latir del cerebro se acelerara como si demandase auxilio.

El dispositivo que le proveía de oxígeno fue descifrado con rapidez. Como yo suponía, el cerebro respiraba mediante hema, una combinación química muy parecida a la hemoglobina. Con relativa facilidad nos orientamos también en los demás dispositivos de alimentación del cerebro, generación de oxígeno y eliminación del ácido carbónico.

Pero la destrucción de las células cerebrales no la podíamos detener. En el ignoto planeta, seres racionales habían sintetizado la materia mejor organizada, la sustancia cerebral, y sabido enviar un cerebro sintético a la profundidad del Cosmos. No cabía duda de que las células del cerebro guardaban memoria de muchos secretos del Universo. Pero nosotros no podíamos desentrañarlos. El cerebro moría.

Se probaron todos los remedios, desde los antibióticos hasta la intervención quirúrgica. Y nada dio resultado.

Como presidente de la Comisión Extraordinaria de la Academia de Ciencias, pregunté una vez más a mis colegas si habíamos hecho todo lo posible.

Era al amanecer, en una pequeña sala de conferencias del Instituto. Los científicos, fatigados, guardaban silencio.

Níkonov se pasó la mano por la cara, como arrancándose el cansancio, y dijo sordamente: "Todo".

La breve palabra fue repetida por los demás.

Durante seis días y seis noches, mientras vivieron las últimas células del cerebro sintético, turnándonos, no dejamos de observarlo un solo instante. Difícil es referir detalladamente todo lo que llegamos a conocer. Pero lo más interesante fue el descubrimiento de una sustancia que protegía los tejidos vivos de la radiación.

El forro de la nave sideral era relativamente fino y, por lo tanto, de fácil penetra-bilidad para los rayos cósmicos. Esto nos hizo buscar en seguida alguna sustancia protectora en las células del autómata biológico. Y la encontramos. Una concentración insignificante de ella inmuniza al organismo contra fortísimas dosis de radiación. Ahora podemos simplificar bastante el diseño de las naves cósmicas en proyecto. No se requieren pesados aislantes para el reactor atómico y eso acercará muchísimo la era de las astronaves atómicas.

El sistema de regeneración del oxígeno no podía ser más interesante. Una colonia de algas desconocidas en la Tierra y que pesaba menos de un kilogramo había absorbido durante años el ácido carbónico, desprendiendo oxígeno.

He hablado hasta aquí de los descubrimientos biológicos. Pero los hallazgos de los ingenieros serán, tal vez, más importantes aún. Como presumiera Astájov, la nave cósmica iba provista de un motor de gravitación. Su sistema no está claro aún. Pero se puede asegurar que los físicos habrán de revisar a fondo sus concepciones sobre la naturaleza de la gravedad. Tras la época de los propulsores atómicos vendrá, probablemente, la de los propulsores de gravitación, en la que se obtendrán energías y velocidades aún mayores.

El revestimiento de la nave cósmica, según probó el análisis, era de una aleación de titanio y berilio que, a diferencia de las aleaciones corrientes, estaba constituida por un solo cristal. Nuestros metales son, por así decirlo, una mezcla de cristalitos. Cada cris-talito es muy sólido, pero no hay entre ellos suficiente cohesión. El metal del futuro estara hecho de un solo cristal de gran solidez y tendrá cualidades nuevas extraordinarias. Dirigiendo la formación de la red cristalina, se podrán modificar sus propiedades ópticas, la solidez, la conductibilidad del calor, etc.

Ahora bien, el descubrimiento de mayor trascendencia -aunque por ahora enigmático- se refiere al cerebro sintético de la nave cósmica. Los tres cables que salían del cilindro estaban unidos al cerebro por un dispositivo amplificador bastante complicado. Durante seis días, oscilógrafos de gran sensibilidad registraron las corrientes del autómata biológico. Aquellas corrientes no se parecían en nada a las del cerebro humano. Allí veíase clara la diferencia entre el cerebro sintético y el verdadero. Pues, en rigor, el cerebro de la nave cósmica no era sino un mecanismo cibernético, en el que en vez de válvulas actuaban células vivas. A pesar de toda su complejidad, este cerebro era mucho más sencillo y, por decirlo así, más especializado que el cerebro humano. De ahí que sus señales eléctricas pareciesen más bien una emisión cifrada que el registro de las corrientes bioeléctricas del cerebro humano, complejo y de sutilísima estructura.

Durante los seis días se grabaron miles de metros de oscilogramas. ¿Se logrará descifrarlos? ¿Qué nos contarán? ¿Tal vez el viaje a través del Cosmos?

Difícil es responder a estas interrogantes. Seguimos estudiando la nave cósmica y cada día descubrimos algo nuevo.

Por ahora muchos saben mucho acerca de esta piedra, cada cual sabe algo, pero nadie lo bastante. Mas llegará un día en que serán desentrañados sus últimos secretos.

Y entonces los mensajeros de la Tierra -naves con motores de gravitación- saldrán a explorar la inmensidad del Universo. No las gobernarán hombres, pues su vida es corta y el Universo, infinito. Las naves inter-galáxicas serán gobernadas por autómatas biológicos. Y después de recorrer durante milenios el Cosmos y llegar a las galaxias más alejadas, regresarán a la Tierra, trayendo a los hombres la luz inextinguible del Saber.


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